No parece una buena noticia la guerra comercial desatada en el llamado mundo civilizado. Los gobernantes, siempre son ellos los instigadores de todas las guerras —aunque se libren en nombre de un supuesto interés general que no queda claro—, parecen haber perdido la cordura. Todo comenzó con Trump, y no es fácil que una agresión quede sin respuesta, aunque debería. Los aranceles nunca benefician globalmente; son pan para hoy y hambre para mañana. Hay abundante literatura al respecto pero también conocemos la historia en un pasado no demasiado remoto. Los países dependían de esos ingresos, pero muchos observadores advertían del daño que infligían a las sociedades. Hayek argumentaba que las barreras comerciales limitan el desarrollo y aumentan la pobreza, y no solo hablaba de aranceles: también señalaba los perjuicios de las cuotas de importación y del proteccionismo en forma de regulaciones restrictivas. Con los años, y tras cierta comprensión aparente del fenómeno, se liberalizó parte del comercio con un corolario que nos suena familiar: desembarazados de restricciones, muchos países aprovecharon sus ventajas comparativas, logrando un crecimiento colosal en las últimas décadas y reduciendo la pobreza mundial como nunca antes.
Sin embargo, una cosa es abrazar los ideales del libre comercio y otra practicarlos. Los países, reacios a perder ingresos, modificaron sus estructuras fiscales, reemplazando aranceles por impuestos a las empresas. No satisfechos con eso, inventaron regulaciones absurdas que complicaban las importaciones. Así hasta llegar al día de hoy, donde los estándares europeos encarecen artificialmente los productos de países pobres, limitando su acceso a mercados ricos y empobreciendo a sus poblaciones. Si sus productos no llegan, sus habitantes lo harán, lo que podría desestabilizar esas regiones y aumentar la migración. Se nos quiere hacer creer —Trump lo repite— que aranceles y cuotas protegerán el empleo, la economía y reducirán la inmigración. Pero nada en la historia sugiere que Trump esté en lo cierto, por más que endurezca su discurso y hable de “robo” para justificar sus decisiones.
Tampoco hay sustento en la idea de la impagable, sobre todo impagable, Ursula von der Leyen y sus “aranceles inteligentes”, un término tan desafortunado como la intención que encierra. Castigar productos de estados donde los republicanos han ganado —como Nebraska, Kansas, Alabama o Luisiana— revela un intento de manipulación electoral que debería avergonzar a quienes critican las injerencias externas mientras hacen lo mismo en la primera potencia mundial.
La mejor reacción al desafío estadounidense habría sido ninguna. Suena contraintuitivo, pero los aranceles siempre dañan a los consumidores, en todo lugar. Que se lo digan a Trump: la inflación repuntó solo con el anuncio de sus primeras medidas proteccionistas. Los consumidores lo pagaremos con productos más caros o peores alternativas locales. No hay escapatoria, y las decisiones de hoy serán cruciales para el futuro. Los beneficios del libre comercio real son incuestionables; la integración no debería revertirse. Es garantía de prosperidad, desarrollo y, sobre todo, paz, porque quienes comercian tienen pocos incentivos para pelear, a diferencia de quienes ven en el otro un rival a abatir.
Poco se puede esperar, en todo caso, de una Unión Europea que, habiendo nacido como un espacio de libre comercio —con libertad para el tránsito de personas, bienes y capitales—, se ha convertido en una enorme estructura burocrática más dedicada a atender lobbies que a su propósito original. Una UE que critica los aranceles, pero tolera sin inmutarse el Arbitrio de Importación a la Entrada de Mercancías (AIEM), una medida proteccionista que funge como un arancel que empobrece a los locales para beneficiar a ciertos dizque empresarios cercanos al poder bajo el pretexto de proteger la industria local. Un arancel que no buscaba recaudar, pero que ya supera los 250 millones de euros en ingresos, mientras la industria pesa cada vez menos en nuestro PIB. Cabe preguntarse, entonces, ¿quién se beneficia, además de gobierno, de la existencia del AIEM? Los que, protegidos de la competencia mediante artimañas regulatorias, venden a precios inflados o traspasan sus negocios a otros que no pueden entrar libremente al mercado sin ser penalizados. Una historia que se vuelve a repetir.