La actividad del 47º presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, en estos primeros meses de mandato no puede catalogarse sino de frenética. A su temerario plan de acercamiento a la Rusia de Putin para dar por finalizada la guerra de Ucrania, las prisas de la Unión Europea por rearmarse, sus estrafalarias ideas sobre una Gaza postconflicto y la creación de un Departamento para la Eficiencia del Gobierno (DOGE, por sus siglas en inglés), encabezado por el tecnomagnate Elon Musk, hay que añadir su errática y demoledora política arancelaria, implementada casi a golpe de publicación en la red social X. Una política que sacude los mercados mundiales y estremece el tablero geopolítico tanto por su incertidumbre (un día impone aranceles, otro los elimina; hoy decide contra quién aplicarlos, mañana saca a un país de la lista negra sin motivo aparente) como por su agresividad. Sin embargo, a nadie puede tomar por sorpresa, pues lo venía anunciando desde su candidatura. Refleja a la perfección su carácter bravucón, su obsesión (infundada) con el déficit comercial estadounidense y su peculiar estrategia negociadora. Vaya por delante que no estamos ni podemos estar nunca de acuerdo con los aranceles en los mercados. Estos socavan el libre comercio, axioma irrenunciable del credo libertario; son completamente arbitrarios; protegen a determinados grupos de presión en perjuicio de otros y generan una inflación galopante… justo el peor de los impuestos y el más regresivo, ya que afecta especialmente a los menos pudientes, como hemos señalado en multitud de ocasiones.
Las características mencionadas son extraordinariamente similares a las de los impuestos convencionales, precisamente porque los aranceles no dejan de ser, en esencia, un impuesto. A nadie se le escapa que ambos tienen un afán meramente recaudatorio; de hecho, en épocas pasadas, el gasto público se financiaba casi exclusivamente mediante tarifas a las importaciones y, en menor medida, con impuestos sobre bienes suntuarios. Ambos poseen un altísimo poder distorsionador sobre el consumo: figuras como el IVA redirigen el consumo de un servicio a otro, del mismo modo que los aranceles incentivan la compra de bienes nacionales en detrimento de los importados. Además, son manifiestamente arbitrarios y se imponen para castigar o favorecer a determinados grupos sociales y económicos. En el caso de los aranceles, la casuística es inagotable, igual que ocurre con los impuestos y, en particular, con las políticas redistributivas financiadas con lo recaudado, que sirven tanto para contentar redes clientelares como para respaldar proyectos ideológicos vía subvenciones. Tanto los impuestos como los aranceles restringen la libre competencia, ya sea mediante la imposición de costes adicionales sobre ciertos productos o a través de subsidios otorgados según el libre arbitrio político. Y, por supuesto, en ambos casos el objetivo último es saciar la voracidad del Estado.
Teniendo en cuenta estas similitudes nada sorprendentes entre aranceles e impuestos, resulta llamativa la hipócrita postura de la práctica totalidad del arco político mundial al criticar la estrategia arancelaria de Trump. Máxime cuando, en 2021, nada menos que 136 países (incluidos los Estados Unidos de la administración Biden) se pusieron de acuerdo para establecer un impuesto de sociedades mínimo del 15 %, algo que aquí calificamos hace algunos artículos como el “cártel de los publicanos”. O cuando, por ejemplo, la Unión Europea, a través de la Política Agraria Común, estrangula la capacidad de competir de múltiples naciones al favorecer productos artificialmente subvencionados. Una postura mundial coherente respecto a los aranceles debería abogar, como no puede ser de otra manera, por su total eliminación en favor del libre comercio y la competencia entre países, permitiendo que exporten sin restricciones aquellos productos en los que poseen una ventaja competitiva e importen, sin gravámenes para la población, los bienes que requieran. Este sistema, por cierto, ha sido el responsable de las mayores cotas de desarrollo en el mundo desde la incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio en 2001. Una postura igualmente coherente en materia impositiva permitiría a cada jurisdicción establecer su propia estrategia fiscal para atraer empresas e individuos y competir libremente en el mercado. Algunos ignorantes, generalmente a sueldo del Estado, tildarán estas prácticas de “dumping fiscal”. Nosotros, en cambio, preferimos aferrarnos al trinomio libertad, bajos impuestos y prosperidad.