¿Quién se resiste a un buen plan dinamizador de la economía? Por lo visto, nadie. Todos los gobiernos, a izquierda y derecha, se entusiasman con las iniciativas que persiguen la reactivación del consumo como solución a ciertos males y con mucha frecuencia nos encontramos con noticias al respecto. Ocurre en todos los niveles de la administración, desde el más modesto, el municipal, hasta el de la Unión Europea, basándose en la creencia de que cada euro que se gasta en estos planes redunda en un bienestar general que supera con creces ese euro que sale de los presupuestos públicos.
Tenemos casos recientes y también más antiguos, desde los bonos comercio que duplican la cantidad por la que cada ciudadano los compra, hasta las diversas fiestas de la cerveza, de la hamburguesa o la ruta del pincho con la que se aporta una alegría pasajera al comercio local. En un nivel más alto, aparece el bono cultural joven, de 400 euros, que se postulan como “una invitación a entrar en la edad adulta de la mano de la cultura”, o el cine a dos euros para mayores de 65 años que impulsó Pedro Sánchez. Y, más arriba, los diversos planes europeos, desde el Feder y el Fondo Social Europeo hasta el Plan Juncker y sus 315.000 millones de euros en inversiones públicas (valga el oxímoron), por no hablar de los más cercanos 750.000 millones que iban a transformar la economía europea entre 2021 y 2026. Ya estamos cerca de su conclusión y no negará el amable lector la existencia de la formidable transformación, ya que salta a la vista.
Nos debemos preguntar por qué siguen teniendo el éxito que tienen, si no entre el público, al menos en los medios de comunicación y entre la clase política todos estos dispendios a los que asistimos como meros espectadores. Nos tratan de engatusar, afirmando que gracias a ellos se crearán nuevos empleos, se impulsará el PIB y, si resulta que estamos en dificultades, al menos se suavizarán las consecuencias de la crisis. No hablemos ya de los grandes eventos deportivos y culturales, donde se nos dice que tendrán un formidable impacto económico —y se encargan informes de parte para respaldar la afirmación—, aunque lo que más reluce son las fotos de los responsables políticos en los palcos de los estadios o en el photocall con el cantante de turno.
Sucede que todas estas iniciativas pueden tener efectos positivos a corto plazo, pero negativos a largo plazo, porque de alguna manera eligen ganadores y perdedores y esto distorsiona la estructura productiva. Si vives una calle más allá de la zona “dinamizada”, es problable que perjudique a tu comercio; si tienes un año más que los que permiten gozar del bono cultural, es probable que ese comic que estuviste buscando durante años acabe en otras manos, que no lo valoran en igual medida, pero que lo “compran” solo porque hay que gastarse el bono. Parecen ejemplos de poca valía, pero lo mismo sucede con los planes a gran escala, y con muchos más billetes en danza.
Nunca sabremos qué otros destinos podría haber tenido el dinero destinado a estos planes de dinamización y consumo, cuántas inversiones reales se podrían haber hecho de no haber detraído estos recursos, porque lo peor es que no nos queda más remedio que pagar a través de los impuestos todas estas aventuras. No, quizá esto no es lo peor. Lo peor es la distorsión moral que implican, porque hacen aparecer como salvadores de la economía a quienes en realidad la están arruinando y dejan a aquellos que arriesgan su propio dinero (con tal de cubrir las necesidades que, estiman, el público quiere satisfacer) como sujetos pasivos a la espera de sus planes de estímulo. Poco más que unos pobres diablos dependientes de las decisiones políticas y no como lo que son, unos verdaderos héroes que, a pesar de todo, salen cada día a la calle a generar riqueza.