Contra el eufemismo

6 de enero de 2025
mordaza (1)
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Aunque puedan considerarse una herramienta inocente para suavizar expresiones y hasta un gesto de cortesía, los eufemismos actúan con frecuencia como instrumentos de manipulación y ocultación de la realidad. No es lo mismo echar mano de un eufemismo en la conversación privada, donde lo utilizamos para facilitar la comunicación, que hacerlo en la esfera pública, porque en este caso suele estar al servicio de otros intereses y no del mejor entenderse entre las personas. Más bien, muchas veces son un obstáculo para la comunicación.
Sucede que en estos tiempos donde reina la corrección política, no utilizar las palabras adecuadas puede ser la ruina de alguien, mientras que manejarse con soltura entre eufemismos parece asegurar un futuro venturoso. Esto ocurre, por ejemplo, con el nombre que le damos a las enfermedades o a los oficios, porque conserje suena mejor que portero y transportista mejor que camionero. Del mismo modo, la inmigración clandestina es uno de los campos en que más se exhiben estas buenas costumbres obligatorias.
Hace poco, me llegó un manual de estilo de una administración pública, donde hay una puesta al día de la cuestión. Ya no es posible decir “sin papeles”, por ejemplo, y la recomendación es la de proceder “con suma prudencia en todos los hechos relacionados con las personas migrantes”. Va de suyo que decir o escribir “inmigrantes” es considerado denigratorio por los autores del manual. Qué culpa tendrá ese prefijo “in” que nos acompaña desde que hablábamos en latín, pero sepa que donde usted ve un inmigrante, el habla oficial solo ve un migrante.
En los últimos meses, y en especial en Canarias, se percibe la tendencia a elegir la palabra “niños” para referirse a menores de edad inmigrantes. Aunque en la calle se oye la expresión, llamarles “menas” va camino de la prohibición. En cambio, al calificarlos como “niños” se ignoran matices importantes, como la edad real o las circunstancias que los rodean. La gran mayoría de ellos son, en realidad, adolescentes cercanos a la mayoría de edad, lo que plantea el problema de su acogimiento bajo unos parámetros bien distintos a los asociados con la infancia temprana. Sin embargo, el eufemismo infantiliza la discusión, apelando a una empatía automática que obstaculiza un análisis más profundo.
El eufemismo en estos casos tiene una finalidad manipuladora, que trata de falsear una realidad indeseable para el emisor y conducir al equívoco al receptor. Hablando de “niños” se está disfrazando una realidad compleja, que incluye adolescentes a punto de dejar de serlo, con “capacidad de agencia”, diría Pierre Bourdieu, y que en algunos casos esconden vínculos con las redes de tráfico de personas. Pero al emplear un lenguaje aparentemente inocuo, se diluyen las responsabilidades individuales de esos jóvenes, pero también las institucionales, mientras que la ciudadanía recibe un mensaje sesgado que limita su comprensión del fenómeno. Al mismo tiempo, establecer como regla el eufemismo “niños”, así como cualquier otro que sea el aprobado por los ayatolás del lenguaje, permite polarizar de forma automática cada vez que se detecta a quien se resiste a emplear la palabra homologada.
Lo peor de todo es la decepción que, como periodista, uno siente al ver el seguimiento perruno de los compañeros de profesión que, por comodidad, temor o alineación ideológica, han dejado de cuestionar el lenguaje impuesto y las narrativas oficiales. Hace años, cuando empezaron las presiones para introducir el llamado lenguaje igualitario, la reacción mayoritaria entre los periodistas fue de resistencia, ya que quién era nadie para decir cuál debía ser nuestra forma de hablar o de escribir. Sin embargo, hoy no solo han cedido ante las imposiciones, sino que muchos las han adoptado con un fervor casi religioso, convirtiéndose en guardianes del dogma. Así, el oficio de cuestionar y buscar la verdad ha quedado reducido, en muchos casos, a la repetición acrítica de términos y conceptos dictados por agendas políticas, mientras se margina a quienes se atreven a disentir. Lo políticamente correcto ha ganado terreno no porque convenza, sino porque intimida y castiga al discrepante con la amenaza del ostracismo social o profesional.

Bernardo Sagastume