Hace casi treinta años, el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA) tuvo el atrevimiento de plantear la construcción de una base de lanzamiento espacial en El Hierro. Una isla apartada en medio del Atlántico, con baja densidad de población y condiciones geográficas ideales para lanzar cohetes, parecía una elección lógica desde un punto de vista técnico. Error de cálculo. En cuanto se corrió la voz, se organizó la protesta de rigor: veinte mil personas se echaron a las calles de Tenerife tras una pancarta bien grande con el eslogan de moda “Ni lanzadera ni radar. El Hierro para la Paz” y hasta la siguiente manifa. La idea se estrelló antes de despegar. No importa que lanzar cohetes requiera ubicaciones cercanas al ecuador, que haya corredores marítimos de seguridad y que el impacto ambiental sea mínimo. Aquí se trata de rechazarlo todo, no de razonar.
Con el tiempo ambas propuestas se han vuelto a poner sobre la mesa… con el mismo rechazo. Pero los herreños pueden estar tranquilos pues en 2023 el primer cohete privado lanzado al espacio desde Europa despegó… desde Huelva. Hay quienes eligen ser protagonistas de la historia y quienes prefieren sentarse a verla desde la barrera. Lo de la lanzadera fue solo un episodio más en la crónica de la insularidad autodestructiva. No a las prospecciones petrolíferas, no al turismo, no al Telescopio de Treinta Metros en La Palma, no a un parque acuático en el sur de Gran Canaria. No a todo. No vaya a ser que algo funcione.
Con el paso del tiempo Canarias ha refinado su identidad como la tierra de la protesta preventiva. Y por si acaso esta primera barrera defensiva falla siempre queda el muro infranqueable de la burocracia. No hay proyecto de inversión que no termine olvidado entre debates interminables, informes, contrainformes y pancartas con eslóganes ingeniosos. No importa que se trate de exploración espacial, astrofísica o industria energética. Todo es malo. Todo es una amenaza. Y luego, cuando la inversión se va a otro lado, llegan las quejas porque aquí no hay empleo ni oportunidades.
Mientras en otras islas del mundo han aprendido a convivir con el progreso y a utilizar sus ventajas geográficas, Canarias sigue convencida de que la mejor manera de sobrevivir es convertirse en un museo al aire libre subvencionado por Bruselas y Madrid. A los políticos que gestionan el corral no les va tan mal y cobran lo que nunca habrían conseguido en el sector privado, al que son completamente ajenos.
Ni lanzaderas ni radares ni petróleo ni telescopios… ¿Qué le queda a Canarias? Porque el turismo de masas, que tanto irrita a los guardianes de la pureza insular, tampoco parece ser la respuesta. Se le critica por saturar el territorio, pero cuando alguien sugiere diversificar la economía, tampoco parecen estar satisfechos. El turismo de calidad tampoco es bienvenido, por elitista y elevar los precios para los locales. ¿Entonces cuál es la alternativa? Porque no todos los isleños pueden vivir de plantar plataneras en su jardín.
El resultado: una economía frágil, con un paro estructural que siempre está entre los más altos de España y de Europa con una dependencia enfermiza de las ayudas públicas. ¿Alguien se ha preguntado qué pasará el día que el chorro de fondos europeos se corte o cuando las aerolíneas low cost decidan que Marruecos les sale más rentable? No es un horizonte descabellado.
Mientras tanto, en otras regiones han convertido su geografía en un centro de astrofísica de referencia mundial, en Guayana Francesa lanzan cohetes con total normalidad y en Cabo Cañaveral han convertido los despegues en espectáculos turísticos además de contar con una reserva marina protegida de alto valor ecológico. Aquí, en cambio, seguimos en el mismo debate de hace treinta años. Ni lanzadera ni turismo ni futuro. Porque para que Canarias despegue, primero tendría que querer hacerlo. Y quien dice Canarias dice España, pues esta falta de visión es propia de todo el país.
Por Miquel Rosselló.