La delgada línea que va del chivato al denunciante

1 de noviembre de 2024
soplon
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¿Es bueno vivir en una sociedad donde no solo nos vigila la autoridad sino también nuestros vecinos? ¿Es bueno vivir en una sociedad donde nadie se atreve a condenar o destapar conductas que a todos nos perjudican? Son dos visiones contrapuestas y de las que podemos ser parte durante distintas etapas de nuestra vida o según nos vengan dadas. Pero si bien el arte de denunciar está presente en nuestras sociedades desde hace siglos es en nuestros días cuando se les está intentando dar un armazón jurídico y una respetabilidad que no siempre ha tenido en la cultura occidental.

En la vieja Serenísima República de Venecia había un mecanismo para las denuncias, a través de las boche de leon que aparecían salpicadas por diversos rincones de la ciudad-estado. Las bocas de león eran cajas empotradas en los muros, diseñadas para recibir denuncias secretas. Deben su nombre a que en su exterior mostraban una cabeza de león (símbolo de Venecia) con las fauces abiertas, por donde se depositaban los documentos. En algunos casos, en lugar de un león, presentaban un rostro humano de aspecto intimidante, y las llaves de estas cajas estaban exclusivamente en manos de los magistrados. Al comienzo, eran anónimas, pero más tarde se añadió la exigencia de que las cartas estuviesen firmadas, con la finalidad de que su contenido no fuese utilizado contra personas honestas por envidia o rencor. Las denuncias anónimas solo se aceptaban contra funcionarios del gobierno acusados de abuso de poder.

Es difícil saber cuál de las dos modalidades venecianas es la que ha inspirado al Parlamento Europeo, pero lo cierto es que el legislador de la UE considera “positivo” el impacto de los denunciantes que actúan como vigilantes públicos. A su juicio, “promueven una cultura donde hablar no es penalizado” y donde revelar información de interés público “aumenta la transparencia, mejora la integridad y garantiza la rendición de cuentas públicas”. Los delatores, whistle-blowers, chivatos o, mejor entendido, denunciantes se considera que ayudan a los ciudadanos a acceder a información precisa sobre asuntos de interés público.

Es por ello que en diciembre de 2019 entró en vigor la Directiva 2019/1937 sobre la protección de personas que informan sobre infracciones del Derecho de la Unión, la “Directiva de denunciantes”, que en el término de cuatro años fue traspuesta a los sistemas jurídicos nacionales de todos los estados miembros. Su génesis estuvo vinculada a la aparición de importantes casos de denuncia (Panama Papers, Dieselgate, Wikileaks, Luxleaks, Cambridge Analytica) que llamaron fuertemente la atención pública sobre la situación de quienes revelan irregularidades en entidades públicas y privadas. Según entienden los legisladores europeos, “el temor a medidas de represalia puede fomentar una cultura de silencio, con un efecto disuasorio sobre quienes están dispuestos a denunciar prácticas ilegales”.

Para apoyar con estadísticas la iniciativa legal, echaron mano de una encuesta del Eurobarómetro, que reflejaba que el 81% de los europeos que habían experimentado o presenciado corrupción no lo denunciaron por temor a represalias, entre otras razones. Los denunciantes “a menudo son objeto de acoso, pérdida de empleo y sanciones sociales y económicas”, afirman en la exposición de motivos. Por contra, la denuncia consideran que tiene un impacto positivo “en la transparencia y la rendición de cuentas”, y que “mejora la integridad”, siendo los denunciantes “indicadores genuinos de democracia”. Pero sus ventajas no acaban ahí, aseguran, ya que también “pueden contribuir a la riqueza económica”. En 2017, la Comisión estimó los beneficios potenciales de una protección eficaz de los denunciantes para la UE, solo en contratación pública, entre 5.800 y 9.600 millones de euros al año.

Pero, ¿a qué debemos llamar denunciante? La verdad es que no existe una definición legal inequívoca. En principio, se entiende que son personas que, en su lugar de trabajo, encuentran información sobre irregularidades o actos u omisiones que representan una amenaza o daño para el interés público y denuncian dichos actos u omisiones a sus empleadores, las autoridades competentes o los medios de comunicación. Sin embargo, la Directiva de denunciantes no proporciona una definición legal.

Cabe aclarar que la Directiva de denunciantes no tiene como objetivo proteger a quienes denuncian y su derecho a la libertad de expresión, sino “mejorar el cumplimiento del derecho y las políticas de la Unión”. Como antecedente importante, citan el caso Guja vs Moldavia, que llegó al Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). Iacob Guja era el jefe del departamento de prensa de la Fiscalía General de Moldavia y filtró a la prensa dos cartas que revelaban presunta interferencia política indebida en procesos penales. Como resultado, fue despedido. El TEDH falló que el despido de Guja violaba su derecho a la libertad de expresión y fijó una serie de criterios (más tarde conocidos como los “criterios Guja”) para evaluar si la denuncia merece protección.

Estos criterios son: si el denunciante tenía canales alternativos para informar antes de hacerlo público; si la información divulgada era de interés público; si se realizó una verificación preliminar sobre la autenticidad de la información; qué daño se causó al empleador como resultado de la divulgación; si el denunciante actuó de buena fe y si la sanción impuesta fue proporcional. Los “criterios Guja” se han utilizado desde entonces en numerosos casos posteriores relacionados con denunciantes y han influido en la legislación sobre protección de denunciantes, incluida la Directiva de la UE sobre denunciantes.

Con este desarrollo legislativo ya puesto en marcha, cabe preguntarse si una norma de este tipo es de verdad compartida por todos los ciudadanos. Quizá esto dependa de cada cultura y de cómo asumen diversas sociedades la tensión entre la moral pública y la moral privada. O de qué grado de lealtad sienten hacia la autoridad o, más concretamente, hacia el gobierno. Probablemente, en aquellas sociedades donde ven al estado como algo moralmente intachable se mostrarán más de acuerdo con establecer un sistema institucionalizado de delaciones que lo perfeccione. Y en aquellas que lo ven como algo, al fin y al cabo, compuesto por hombres de carne y hueso y, como tales, expuestos a todo tipo de tentaciones que se agravan con el uso del poder, no verán tan bien que se premie al denunciante.

En este último de los casos quizá se inscriba nuestra cultura. Que rechaza mayoritariamente a aquellos “policías de balcón” que aparecieron con la pandemia de covid-19. Y que a lo largo de generaciones ha leído con respeto reverencial las palabras de aquel que escribió: “Me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres. (…) Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo, ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello”. De esta manera despachaba Cervantes, en labios de Don Quijote, la intromisión de unos hombres en los asuntos de otros y quizá sean esas unas de las líneas más interpretadas y analizadas de su obra más reconocida.

Este trasfondo cultural puede explicar, en parte, por qué en sociedades como la nuestra se mira con escepticismo cualquier intento de institucionalizar el papel del denunciante. Existe una arraigada desconfianza hacia la figura que, con o sin razón, se percibe como el que delata al prójimo por encima de su propia moralidad. La idea de que la vigilancia del estado debe ser reforzada por la propia ciudadanía puede ser vista como un peligro, no solo para las libertades individuales, sino también para el sentido de comunidad. Porque, en el fondo, se trata de garantizar que el deber cívico no se confunda con una cultura de la desconfianza entre pares, ni con el fomento de una vigilancia constante que transforme la convivencia social en un verdadero infierno.

Bernardo Sagastume