La idea de la superpoblación, aunque algo abandonada en las últimas décadas, ha estado con frecuencia asociada a visiones apocalípticas o milenaristas, a ficciones científicas plasmadas en novelas y películas, o por fin a debates limitados a ciertos círculos universitarios, en especial en los años sesenta y setenta. Pero en Canarias reaparece periódicamente, bien como reflejo de miedos atávicos por algunos atribuidos a la misma condición isleña, bien como recurso comodín de políticos que creen que de esa manera desviarán la atención de asuntos que sí son de su competencia y en los que pocos resultados positivos pueden exhibir. Esto es lo que está ocurriendo en estos momentos, con la creación de una comisión parlamentaria que estudiará no exactamente el problema de la población, sino “el reto demográfico” (hay un ministerio que lleva ese nombre también) y el “equilibrio poblacional”.
Cierto es que la creación de esta comisión estuvo acompañada del interés por situar en el centro de la discusión política un falso dilema. El de crecer o no crecer, tanto en lo demográfico como en lo económico. El vicepresidente del gobierno regional, Román Rodríguez, considera “una barbaridad insostenible desde cualquier punto de vista” la proyección que ha hecho el Consejo Económico y Social de Canarias (CES) para dentro de once años, que lleva de los 2,2 actuales a unos 2,5 millones los habitantes del Archipiélago. Sin embargo, la natalidad es preocupantemente baja en las Islas, ya que según el Instituto Nacional de Estadística (INE) esta región aparece como una de las comunidades autónomas –junto con Baleares– que representaban mayor descenso de nacimientos. La fría estadística indica que en los primeros seis meses de este año nacieron un 4 por ciento menos de bebés que el pasado año y un 25 menos que en 2016. No parecen ser los guarismos que se esperan en un territorio superpoblado.
La superpoblación, según el diccionario, es el “exceso de individuos de una especie o de un conjunto de especies en un espacio determinado”. De modo que lo primero que cabe deducir es la obviedad de que para los que ven a Canarias superpoblada el problema es bastante claro: somos demasiados y deberíamos ser menos. Creen que eso explica las deficiencias en los servicios públicos y el “caos circulatorio” en las carreteras. La visión parece estar centrada, sin embargo, en las islas que tendrían estos problemas, incluso en determinadas zonas de esas islas, las áreas capitalinas. Más aun, en las colas de cada mañana en la autopista del norte de Tenerife o las del mediodía al salir de El Sebadal, en Gran Canaria. Sería difícil pensar en que hay caos circulatorio o saturación de los servicios en La Palma, El Hierro o La Gomera, que tienen una población escasa cuando no menguante. O en zonas muy poco pobladas de Tenerife o de Gran Canaria.
El temor a que la superpoblación nos lleve al colapso viene de antiguo. El economista británico Thomas Robert Malthus publicó en 1798 su Ensayo sobre el principio de la población, donde predijo que la superpoblación provocaría la extinción de la raza humana para el año 1880. Su profecía se demostró equivocada, pues aquí estamos, no solo vivitos y coleando, sino disfrutando de un bienestar con el que no se podía ni soñar en aquellos tiempos de la revolución industrial, por optimistas que fueran sus contemporáneos que le llevasen la contraria.
Para Malthus, la extinción llegaría porque el ritmo de crecimiento de la población responde a una progresión geométrica (1, 2, 4, 8…), mientras que el ritmo de aumento de los recursos para su supervivencia lo hace en progresión aritmética (1, 2, 3, 4…). De Karl Marx vendría una de las críticas más sensatas que recibió en el siglo XIX, cuando en El capital afirmó que el progreso en la ciencia y la tecnología permiten el crecimiento poblacional, aun en el caso de que este sea exponencial.
Ya en el siglo XX, el entomólogo Paul Ehrlich también quiso frenar el optimismo de la prosperidad eterna, cuando en 1968 publicó su libro The Population Bomb. Este académico de la Universidad de Stanford dejaba de lado las mariposas que eran su principal campo de estudio para pronosticar que la superpoblación del planeta conduciría en las dos décadas siguientes a un desabastecimiento de alimentos que provocaría la muerte de cientos de millones de personas, en un colapso global sin precedentes. Ehrlich se convirtió en una celebridad al incitar a una histeria internacional sobre el problema, su libro se convirtió en un éxito de ventas en todo el mundo y logró con sus ideas una gran repercusión en los principales medios de comunicación. Como récord que envidiarían los artistas pop quedan sus más de veinte apariciones en el famoso “Tonight Show” de Johnny Carson, en la TV americana. Más de medio siglo después, es evidente que no son pocos los problemas que aquejan a la humanidad, pero también lo es que el apocalípsis de la bomba poblacional no llegó, pese a que en ese momento muchos argumentaban que el mal llamado “consenso científico” así lo indicaba.
Muy influyente resultó también la lectura de Los límites al crecimiento en los años setenta del siglo pasado, un informe encargado al reputado MIT por el Club de Roma y publicado en 1972, que vaticinaba desastres en los siguientes años. Desastres que, al final, nunca se cumplieron. El texto, también de inspiración malthusiana, ha servido y sigue sirviendo de coartada a todos los que, parapetados en los gobiernos, quieren intervenir en las más variadas facetas del ser humano, con la excusa de evitar grandes problemas medioambientales o incluso guerras por los recursos naturales. Muchos de los teóricos que hoy abogan por la necesidad de un “decrecimiento” se han nutrido consciente o inconscientemente de este documento seminal.
Pero no todos los científicos ven en la humanidad un problema en sí mismo. Si Paul Ehrlich tuvo un antagonista, ese fue Julian Simon. El economista de la Universidad de Maryland se plantó ante el catastrofismo de manera cristalina y con un discurso accesible al gran público. Para él, contar con más personas significa tener más bocas que alimentar, pero también más mentes. Estaba convencido de que la creatividad humana puede resolver nuestros principales problemas y estaba dispuesto a sostenerlo con datos. En las últimas décadas, la esperanza de vida no ha hecho sino aumentar y el número de personas que viven en la pobreza extrema se ha reducido, del mismo modo que las muertes por factores medioambientales han disminuido. El frío o el calor extremo hoy matan a muchas menos personas que las que mataban antes porque cada vez respondemos mejor a las variaciones de temperatura.
Gran repercusión tuvo en su momento una apuesta con la que Simon desafió a Ehrlich en 1980. Lo hizo a través de las páginas de la Social Science Quarterly, una publicación científica desde donde lo retó a que eligiera cinco productos básicos para seguir su precio durante el transcurso de diez años. En el caso de que su precio aumentase, le pagaría 1.000 dólares. Después de consultar con otro académico que compartía su pesimismo, Ehrlich hizo su selección: cobre, cromo, níquel, estaño y tungsteno. Esos serían sus productos básicos y en el momento de hacerlos públicos dijo que ganar esa apuesta sería algo así como ir de caza a un zoológico. Sin embargo, en 1990, los cinco productos básicos habían bajado de precio porque, como había predicho Julian Simon, la mente humana demostró ser un recurso más poderoso que los materiales físicos enterrados en el suelo. En general, el pecado de estos catastrofistas es restarle contingencia a los asuntos humanos, porque las cosas son como son, pero siempre podrían haber resultado de otra manera. Cada vez que se cree conocer la forma del futuro, se está dejando de lado la contingencia para abrazar una fe determinada en poder planificar las cosas.
El giro de la ONU
Pese a toda esta historia que contradice las tesis pesimistas sobre la población, el asunto resurge una y otra vez. Hace pocas semanas se viralizaron en las redes sociales unas declaraciones de la primatóloga Jane Goodall, de 2020, donde afirmaba que el crecimiento de la población humana “es la base” de muchos problemas y que esos problemas no existirían “si hubiera el tamaño de la población que había hace 500 años”. Aunque sus defensores argumentan que fueron sacadas de contexto, lo cierto es que son representativas de toda una forma de pensar que ve en el hombre un problema y no una solución.
La propia ONU ha apoyado durante muchos años las teorías antipoblacionales y ha otorgado premios a regímenes donde se impulsaban políticas de esterilización coactivas, como China y la India, a través del FPNU (Fondo de Población de las Naciones Unidas). Aunque este año, para el Día Mundial de la Población (que se celebra cada 11 de julio con el fin de tomar conciencia de las temáticas globales demográficas), emitió un comunicado que marcaba un giro en sus posiciones anteriores: “Centrarse únicamente en las cifras de población y las tasas de crecimiento a menudo conduce a medidas coercitivas y contraproducentes y también a la erosión de los derechos humanos; por ejemplo, a que se presione a las mujeres para que tengan hijos o se les impida hacerlo. Las personas son la solución, no el problema”.
Pese a ello, en Canarias veremos durante los próximos meses cómo sesionan –con sus dietas correspondientes– los diputados autonómicos para tratar un problema que aparece mal enfocado desde un inicio. El incremento de la población, según la estadística, proviene, ya que no de la natalidad, que como hemos visto es baja en el Archipiélago, de la llegada de foráneos, tanto españoles como extranjeros que acuden ante ofertas de trabajo que no se pueden cubrir con la población local, por diversos motivos, que van desde las preferencias personales hasta la falta de cualificación necesaria.
Y, sin embargo, pese a esta llegada de mano de obra, el porcentaje de extranjeros sobre población nacional es del 13 por ciento, apenas por encima del promedio de España, que se sitúa en el 11,5 por ciento. Por otra parte, el alcance de las medidas que proponga el Parlamento es muy limitado, porque tendrían que establecerse en el sentido de la limitación de la residencia de los foráneos, algo que no solo sería un golpe considerable para la economía isleña sino que iría contra la ley, ya que tanto la norma española como europea no permiten poner barreras a la libre circulación de nacionales y comunitarios, que son el grueso de los inmigrantes. Otro cantar es, por ejemplo, el de los africanos que llegan de manera clandestina en pateras, que curiosamente reciben el apoyo político para su regularización de aquellos mismos que después proponen limitar la residencia a los foráneos.
La queja por el supuesto exceso de población siempre se dirige a poner las culpas lejos de los representantes políticos y los asuntos que sí les competen. Si hay listas de espera, entonces, es porque son demasiados los demandantes de sanidad. Si hay colas en las autopistas, es porque somos muchos y no cabemos más. Y si falta agua o electricidad, es porque no usamos los recursos de manera responsable. Nunca se plantea la posibilidad de que se mejore la gestión de los asuntos públicos en vez de echar la culpa a la creciente población.
El comité de 2002
La comisión parlamentaria tiene, hay que recordarlo, un antecedente en aquel Comité de Expertos sobre Población e Inmigración en Canarias que sesionó durante seis meses allá por 2002. Entre sus conclusiones, se establecía que “los inmigrantes generan mayor valor añadido económico que coste social”, pero sin embargo se sugería que se dejase en manos de las autoridades autonómicas el “sí” o el “no” de los permisos de residencia. Se citaba como ejemplo el de Alemania, con descentralización de estas competencias en materia migratoria. También sugería limitar de alguna manera las segundas residencias y, aun mas, la “capacidad de establecimiento”, siempre que no fueran “discriminatorias”.
El texto de aquella comisión, finalmente, resultó lo suficientemente ambiguo y vago como para que de él se pudiera hacer un uso político, que se reflejó en la posterior normativa que apuntaba a limitar el crecimiento económico del Archipiélago. Así fue que una de las regiones más relegadas en PIB per cápita se pegó un tiro en el pie y en abril de 2003 se aprobó en el Parlamento la llamada Ley de Directrices de Ordenación Territorial, que venía en cierta medida a reforzar la moratoria turística aprobada años antes. Con estos artefactos normativos, a los que posteriormente se sumarían nuevas capas de la cebolla legal, se ha buscado siempre poner freno al crecimiento económico, argumentando que la “capacidad de carga” de las islas ya no daba para más.
Para saber cuáles serían las consecuencias en el caso de que se frenase el crecimiento poblacional no hace falta salir a recorrer el mundo ni adentrarse en los pueblos de la Mancha, de Extremadura o Galicia que forman la llamada “España vaciada”. Alcanza con mirar hacia La Palma o El Hierro, por un lado, y a Lanzarote y Fuerteventura, por el otro. En las dos primeras la evolución demográfica es negativa y acumulan años de pérdida de población. Por el contrario, en las islas orientales citadas sucede todo lo contrario. La diferencia, en materia laboral, entre unas y otras es clara: mientras en Lanzarote y Fuerteventura la nueva mano de obra se incorpora al sector productivo (turismo y servicios), los pocos que se mantienen como residentes en La Palma y El Hierro solo albergan la esperanza de aspirar a un puesto con cargo al presupuesto público. Quizá ese paraíso, donde el sustento llega directa o indirectamente de la mano del responsable político, es el futuro que para Canarias quieren los catastrofistas que sostienen la teoría de la “capacidad de carga” y la superpoblación.