Donald Trump vs. Howard Roark

23 de febrero de 2025
bruta
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Sabido es que entre los defensores de Donald Trump se encuentran muchos de los que a la vez siguen los postulados de Ayn Rand. Desde algunas perspectivas esto puede resultar contradictorio y desde otras no. No han sido pocos los que han comparado la figura del presidente con la de Howard Roark, el protagonista de El manantial, una de las más leídas novelas de Rand. Sin embargo, entre las primeras medidas adoptadas al llegar por segunda vez a la Casa Blanca aparece una que jamás habría impulsado Roark. Bautizada como “hacer los edificios bonitos otra vez”, tiene como principal objetivo “promover una arquitectura cívica federal bonita” en las instalaciones dependientes del gobierno estadounidense. Promoting Beautiful Federal Civic Architecture (“Promoción de una bella arquitectura cívica federal”) pretende reemplazar la arquitectura moderna y brutalista en favor de diseños inspirados en los ideales clásicos de Grecia y Roma, que, se sostiene, los padres fundadores de Estados Unidos eligieron como símbolo de autogobierno. Los nuevos edificios de las instituciones públicas deberán seguir el estilo, por ejemplo, de la Casa Blanca y el Capitolio.

Conviene recordar que el héroe de la novela de Rand fue expulsado de la facultad de arquitectura, precisamente, por negarse a copiar los estilos clásicos del pasado. En la mente de Ayn Rand, Roark no era simplemente un arquitecto, sino la encarnación de un ideal: el individuo que se atreve a desafiar las normas, que se aferra a su visión creativa sin ceder ante las presiones sociales. Su arquitectura, caracterizada por formas geométricas puras, el uso de materiales industriales como el hormigón y el acero, y la total ausencia de ornamentos historicistas, era una declaración de principios. Sus edificios, como el visionario proyecto de Cortland Homes, con sus estructuras estrelladas de quince plantas, priorizaban la funcionalidad y la innovación por encima de la imitación del pasado. Para Rand, esta estética radical no era una mera cuestión de gustos, sino una expresión de integridad moral.

¿Y por qué Trump ataca el brutalismo? Derivado del francés béton brut (hormigón crudo), el brutalismo se caracteriza por estructuras enormes de hormigón crudo, formas geométricas audaces y un diseño que prioriza la funcionalidad sobre la estética decorativa. El proyecto de Cortland Homes que aparece en la novela es descrito como “un completo modelo de simples y estructurados rasgos, sin adornos; no era necesario ninguno, las formas tenían la belleza de la escultura”.

Es todo lo contrario a lo que ahora quiere hacer Trump. Al buscar una conexión con el pasado, una reafirmación de los valores tradicionales, parece preferir la seguridad de lo conocido, la familiaridad de los estilos que evocan la grandeza de imperios pasados. Esta política, además, no solo impone un estilo arquitectónico específico, sino que también limita la libertad creativa de los arquitectos, lo que contradice el espíritu individualista que Rand tanto valoraba.

Curioso es que así como en el primer mandato, figuras clave de la administración de Trump, como Rex Tillerson y Mike Pompeo, se declaraban admiradores de Ayn Rand, hoy aparece Elon Musk, que veía en El manantial un necesario contrapunto al comunismo y un libro “útil”, aunque debía ser “atemperado con algo de amabilidad”. Parece difícil conciliar esta admiración por una autora que defendía el individualismo radical con el apoyo a un presidente que impone criterios estéticos desde el gobierno. Es que la orden de Trump muestra una visión del mundo y reserva al estado un papel preponderante en la definición de la estética y la promoción de ciertos valores. Esto poco tiene que ver con la filosofía de Rand, quien creía que el Estado debía limitarse a proteger los derechos individuales, sin interferir en las decisiones personales o en la expresión creativa de cada uno. Para Rand, la belleza era un valor objetivo, pero su apreciación era una cuestión individual. Imponer un estilo arquitectónico desde el poder era una forma más de coartar la libertad y de negar la capacidad de cada individuo para juzgar por sí mismo lo que es bello y lo que no lo es.

Donald, el randiano
Tras una entrevista con Trump para USA Today en 2016, la columnista Kirsten Powers aseguró que Trump se describió a sí mismo “como un fan de Ayn Rand”. Y que dijo sobre El manantial que tiene que ver con “los negocios, la belleza, la vida y las emociones internas”. En ese libro “que tiene que ver con todo”, resumió, el hoy presidente se identificó con Howard Roark, y cuando la redactora le dijo que la novela trata en cierto modo sobre la tiranía del pensamiento colectivo, Trump se puso de pie y afirmó, solemne: “Eso es lo que está pasando aquí”.

Sin embargo, por más que el propio Trump se haya comparado en ocasiones con Howard Roark, este era un idealista que se negaba a comprometer su visión artística, incluso a costa de su propia carrera (recordemos que dinamita el edifico de Cortland Homes cuando advierte que han adulterado su diseño). Trump, en cambio, parece ser un pragmático que adapta sus principios a las circunstancias, como lo demuestran no solo sus cambios de parecer una vez ya en el gobierno, sino el hecho de que en el pasado haya apoyado al Partido Demócrata. Es difícil imaginar a Roark aprobando una orden ejecutiva que impone un estilo arquitectónico específico, o utilizando el aparato del estado para promover sus propias preferencias estéticas. Más bien, es probable que Roark, fiel a su espíritu iconoclasta, hubiera dinamitado cualquier edificio que considerara una traición a sus principios, sin importar quién lo hubiera construido o qué intereses representara.

Donald, el marxista
Con el que sí coincide la visión arquitectónica de Donald Trump es con un crítico literario y teórico marxista, el británico Terry Eagleton, que sostenía que el estilo gótico (neogótico, en realidad) del parlamento inglés, construido tras el incendio de 1834, era algo más que una elección estética. En esas formas del neogótico, que apuntan con sus afilados pináculos al cielo a orillas del Támesis, se estaba buscando una conexión con un pasado idealizado, para que no fuera solo un edificio gubernamental, sino toda una narrativa visual de poder y tradición nacional. Según el juicio de los más instruidos, el edificio pudo parecer un simple refrito arquitectónico, algo construido fuera de época. Pero a los ojos de la masa creaba la ilusión de que siempre había estado allí. Ese era su valor.

Nos podríamos preguntar, en esta relación entre la arquitectura, las ideas y el poder, qué opinión tendría Trump de uno de los más notables ejemplos de brutalismo en España, el Edificio Princesa, en la glorieta de San Bernardo, de Madrid, que además alberga una curiosa conexión con la historia reciente del país. Esta imponente mole de hormigón, diseñado a comienzos de los setenta por los arquitectos Fernando Higueras Díaz y Antonio Miró Valverde, fue durante años el hogar de dos figuras clave del fallido golpe de estado del 23 de febrero de 1981: Antonio Tejero y Alfonso Armada. Esta aparente paradoja de que un edificio de estética moderna —y progresista, se atreverían algunos a añadir— sirviera de residencia a dos militares golpistas, defensores de un orden tradicional y autoritario, nos está diciendo que la arquitectura, por sí sola, no garantiza la adhesión a una determinada idea. El Edificio Princesa, con esa estética de hormigón masivo, se convirtió, quizás sin quererlo, en una fortaleza involuntaria del establishment militarista. Tal vez los edificios que a partir de ahora construya la administración de Trump apunten en sus formas a un pasado ilustre, a una tradición gloriosa en la que inscribirse, pero quedará para el juicio del tiempo si esto será coherente con su estilo de gobierno o una flagrante contradicción.

Bernardo Sagastume