“Esto no se trata de salud pública, sino de control social. Se ha convertido en aceptable demonizar a los fumadores, tratarlos como ciudadanos de segunda clase, y todo bajo el pretexto de proteger a los demás”, sintetizaba magistralmente Joe Jackson, el gran compositor de Staffordshire, a la hora de referirse a las intensas campañas contra el tabaco que emprenden los diversos gobiernos desde hace décadas. Campañas que, como tantas otras políticas públicas, no son sometidas a ninguna clase de evaluación acerca de si cumplen o no con su cometido y que, en el caso de que resulte evidente su fracaso, serán reforzadas y nos dirán que “nunca es suficiente” o que “todo esfuerzo suma” para continuar con el dispendio. Y el acoso.
Es que, en los últimos tiempos, hemos visto cómo se sigue intensificando la campaña contra el uso del tabaco, del que nadie ya se atreve a erigirse en su defensor. Ni siquiera las empresas tabacaleras. En España, todo comenzó con Rodríguez Zapatero, al aprobarse la ley 28/2005, que prohibió fumar en lugares de trabajo y espacios públicos cerrados, a la que le seguiría la 42/2010, que amplió la prohibición de fumar a todos los espacios públicos cerrados, incluidos bares y restaurantes. En Canarias, en los últimos tiempos hemos visto que la extensión de la prohibición llegaba a algunas zonas al aire libre como las playas, una decisión adoptada por los gobiernos municipales. Y este año en curso, la ministra de Sanidad, Mónica García, anunciaba un nuevo plan, que incluye ampliar la prohibición de fumar a más espacios públicos y compartidos donde actualmente está permitido, un aumento del precio del paquete y la equiparación de nuevas formas de consumo (como vapeadores y cigarrillos electrónicos) al tabaco convencional, con restricciones similares en venta y publicidad.
Sucede que, como en todo este tipo de campañas donde no surge resistencia alguna, se puede avanzar sin límite sobre la libertad de las personas y, una vez que se ha establecido un cierto nivel de restricciones, debe buscarse la manera de ir siempre un poco más allá. Porque una cosa es recomendar que no se fume en determinados lugares y otra es prohibirlo. ¿Cuál es el problema que impide que el dueño de cada bar o restaurante decida si se puede fumar o no en su establecimiento? Es su decisión y en caso de ser equivocada se expondría a problemas como la falta de clientes o la dificultad para encontrar personal.
De la misma manera y solo porque hay que ir un paso más allá, no se entiende la política que se quiere instaurar para eliminar las marcas en los paquetes de cigarrillos y hacerlos todos iguales. Los países que han dado ese paso solo han conseguido que se multiplique el contrabando y las falsificaciones, con lo que si lo que de verdad preocupa es la salud pública esta medida sería más bien contraproducente, porque no habría garantía de calidad en el producto. Pero atacar el negocio del tabaco es hoy una actividad sin coste político, y eso lo sabe hasta el más cobarde de los gobiernos del mundo. Si el verdadero objetivo de las campañas de salud pública es proteger a los ciudadanos de todos los riesgos potenciales, el enfoque sobre el tabaco es como mínimo desproporcionado, ya que otras sustancias y actividades igualmente dañinas no reciben el mismo tipo de regulación o no son objeto de semejante estigmatización.
Por ejemplo, las campañas contra el consumo de drogas ilegales. España lleva más de una década larga sin que esto ocupe a los responsables de Sanidad. Incluso, parece haber cierta tendencia aprobatoria hacia el consumo de estas sustancias, toda vez que las únicas acciones publicitarias que se conocen se refieren a los riesgos del narcotráfico (“Tu pulsera ‘todo incluido’ si viajas con drogas. Si traficas en el extranjero, te arriesgas a condenas muy duras, cadena perpetua o pena de muerte”, decía una de ellas) o a recomendaciones puntuales que se hacen en los festivales de música multitudinarios, donde se invita a pasar un test de pureza de los narcóticos con los que los jóvenes acuden al recinto.
Otras sustancias o actividades que son potencialmente dañinas no están tan reguladas o perseguidas como el tabaco. El alcohol también tiene efectos perjudiciales para la salud, incluyendo enfermedades graves y accidentes relacionados con su consumo. A pesar de ello, no se enfrenta a la misma persecución ni las mismas restricciones draconianas que el tabaco, especialmente en cuanto a publicidad y al consumo en espacios públicos. Incluso más, en días recientes veíamos a muchos políticos isleños acudir y dar su apoyo a la presentación de una nueva marca de cerveza, impulsada por la UD Las Palmas. Mucho menos agresiva es la campaña contra alimentos que probadamente dañan la salud, como el abuso de hidratos de carbono o la comida procesada, que pueden llevar a la obesidad, la diabetes y enfermedades cardiovasculares. Si el objetivo proclamado es proteger la salud pública, ¿por qué estas opciones alimenticias no se persiguen con la misma intensidad que el tabaco?
Desde luego, merecería una profunda reflexión el auge y distribución indiscriminada por parte de los médicos del sistema público de salud de medicamentos recetados que, aunque son legales, tienen efectos secundarios muy peligrosos. ¿Cuántos son los españoles que tienen una altísima dependencia de las benzodiazepinas? ¿Cuántos podrían llevar adelante su vida sin ellas? Todas esas pastillas proceden de la misma mano que persigue el tabaco y los números son escalofriantes: España es el país del mundo con mayor consumo de benzodiazepinas, liderando este ranking por tercer año consecutivo, según datos de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE).
En España se consumen 110 dosis diarias por cada 1.000 habitantes, una cifra que es muy superior a la de otros países europeos, donde oscila entre 60 y 80 dosis diarias, pero hay países, como Alemania, donde casi no se las prescribe. El diazepam lidera la lista de las benzodiazepinas más vendidas, gracias a que se ha observado un aumento de más del 110% en los últimos tres años. ¿Es una sustancia inocua? No lo es, ya que su uso prolongado se asocia a un mayor riesgo de deterioro cognitivo y demencia, además del que entraña para terceros, dado que puede llevar a accidentes de tráfico por sus efectos sedantes. Por supuesto, cortar con ella no es fácil, y la interrupción abrupta puede causar ansiedad, temblores, sudoración y convulsiones, sin olvidarnos de que, con el paso del tiempo, se necesitan dosis cada vez mayores para lograr el mismo efecto.
¿Está esto en la agenda pública, le preocupa a la ministra? No, ni tampoco se demoniza a los fabricantes de estas drogas, como sí se hace con los productores de tabaco. Incluso, en el plan presentado este año se incluye como uno de sus propósitos la “financiación de tratamientos farmacológicos para dejar de fumar”, algo que confirma la cercanía de la industria farmacéutica con los gobiernos, que recomiendan sus productos —y solamente sus productos— como alternativa a fumar. Sucede que están perdiendo el mercado de consumidores que intentan abandonar el tabaco debido al éxito de alternativas que ellos no fabrican, pero como han invertido grandes sumas en el desarrollo y marketing de estos productos, tienen interés en mantener su uso.
Lejos de buscar un sustituto real al tabaco tradicional, gobiernos como el español se alían con colegios de médicos que persiguen estos métodos menos dañinos. Muestra de ello es la vergonzosa banderola que todavía luce al frente del Colegio de Médicos de Las Palmas, donde se proclama alegremente: “Vapear mata”. Esta radicalidad y falta de racionalidad a la hora de tratar los casos de las personas que quieren dejar el tabaco no contribuye no solo a la lucha de los fumadores por dejar de serlo sino a la cordialidad y el buen tono que se espera sea parte de una sociedad civilizada. El contraste es total con políticas como las de Suiza o el Reino Unido, donde los médicos del sistema público de salud prescriben vapeadores o tabaco calentado como terapia para dejar de fumar, por ser menos tóxicos y dañinos para la salud que el tabaco consumido de forma tradicional por combustión. Pero en España será difícil que lo veamos, porque reina una forma de puritanismo y moralismo, mezclado con corrupción, que no se rendirá ante la evidencia ni claudicará si sigue viendo que nadie ofrece resistencia.
Bernardo Sagastume